En uno de los extremos de Buenaventura, la enorme boca por donde entra al país todo lo que nos llega del exterior, hay un barrio que se llama Viento Libre y en él, una calle sin pavimentar que se abre como si fuera una puerta falsa dentro del desolador panorama de casas resquebrajadas por la humedad del trópico y que, paradójicamente, fue bautizada con uno de los nombres más poéticos del Pacífico colombiano: Piedras Cantan.
Es una calle sin salida bordeada por casas de madera que flotan sobre el agua, ancladas sobre gruesos troncos, tan quietas y grises como la realidad que se percibe al entrar: las puertas y ventanas están cerradas y desgastadas. No hay sillas. No hay triciclos. No hay juguetes. No hay ropa colgada. No hay nada. El entorno agoniza en silencio: el viento no corre libre ni tiene la suficiente fuerza para mover las hojas de las palmas y los árboles.
Tampoco las piedras cantan. El Tiempo
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