martes, 7 de agosto de 2012

El Señor de los Anillos

Así se pasó la vida: escondiéndose con estilo. Diseñando refugios que le permitieran pensar que el hombre era mejor de lo que era y que los avances de la “civilización” no tocarían su amada Comarca. “Sólo un loco o un estúpido serían capaces de contemplar el siglo XX sin horror”, dijo algún día y hablaba en serio. Esta perspectiva reaccionaria no contradecía su natural buena onda, su caritativa visión de católico y su firme convicción de que —a pesar de todos sus defectos— la democracia era preferible a la monarquía.
Hay muchos que no necesitan que los defendamos porque se han pasado la vida demostrando que la opinión de los demás les importa poco. Tolkien es uno de ellos, pero no sobra insistir en que a pesar de las acusaciones que se le han hecho, a pesar de haber nacido en Sudáfrica y de haber sido picado por una tarántula en su infancia, no fue un racista, ni un traumatizado. La crítica amarga se ha cebado en Poe y en Lovecraft, en los cuales ha pillado elementos muy turbios que explican su fascinación por el blanco. Este no es el caso de Tolkien y no lamentamos carecer de espacio para demostrarlo, porque es obvio. Si después de leer El Señor de los Anillos alguien piensa que Gandalf está justificando el apartheid, lo sentimos porque ha perdido algo irrecuperable y que le hará mucha falta: la inocencia.

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