Se interesó en los cuentos de hadas por puro mecanismo de defensa: en la Primera Guerra Mundial estuvo en la ofensiva del Somme, una masacre vergonzosa donde unos generales ineptos enviaron a lo mejor de Inglaterra a un matadero que sólo dejó de operar cuando había producido 600.000 muertos. Rodeado de fango, sangre y entrañas reventadas, viendo caer a sus mejores amigos y devorado por unos piojos insaciables que transmitían la fiebre de las trincheras, el joven teniente Tolkien entendió que la historia era una pesadilla y que el mundo mágico de las hadas era preferible a esta realidad de cadáveres que se podrían a la intemperie, colgando de las alambradas como espantapájaros. Cuando regresó a Oxford, no sólo descubrió que de los 3.000 estudiantes de la universidad habían sobrevivido menos de 300, sino que su fascinación por los mundos de la fantasía no lo abandonaría jamás.
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